Yo fui un niño extravagante.
Me encantaba ponerme camisas de lunares,
floreadas o con colores fosforescentes (entre
más chillantes, mejor); sólo tenía
un par de tenis hasta que eran prácticamente inservibles (una vez mis papás me obligaron a comprarme
otros con la amenaza de que los míos irían a la basura, ¡y sí los tiraron!); mi pijama era un mameluco amarillo con el que parecía pollo mientras
corría por toda la casa; dicen mis papás que cuando tenía como 3 años, me puse a bailar en una plaza pública en
Acapulco mientras la gente me aplaudía, y sí se los creo.
Cuando
veo las fotos de mi infancia compruebo que yo era extrovertido (y un poco ñoño, la neta) pero más que
eso, era un niño. Y uno muy feliz. No
recuerdo alguna foto donde haya salido serio, al contrario, siempre tenía una
sonrisa (¡gracias a mis papás por eso!).
Me valía madres lo que la gente pensara de
mí; si mi ropa combinaba o no, si estaba despeinado (aunque cuando se me hacía mi “gallo” sí me daba pena, lo admito),
si andaba todo sudado, si se me estaba cayendo el cabello, si se me veía la
panza o ya me habían salido “chichis” por pinshi gordo.
Rompí vidrios, pantalones, las muñecas de
porcelana de mi mamá y copas de vino; jugué fútbol, basketball, baseball con mi
hermano ¡en la sala de un departamento! (eso
explica tanta destrucción) y me di en la madre muchas veces porque me
atrevía a intentar las cosas aunque no siempre me salieran (mis rodillas y
codos me lo recuerdan).
Hasta
que un día crecí.
Y se
me olvidó que lo importante de la vida no está en cuánto ganamos, en si alguien
nos quiere o no, en tener el mejor puesto o el auto del año. Se me olvidó que
la felicidad está en mí, en lo que vivo, en cada instante en el que disfruto lo
que hago sin dejarme agobiar por las preocupaciones porque en realidad, nada es tan valioso como yo.
Afortunadamente he tenido aprendizajes que
me lo han recordado. Hoy tal vez ya no pueda correr por mi casa vistiendo
un mameluco amarillo, usar la ropa más extravagante y chillona o ponerme a
bailar a media calle sin que alguien me vea mal o me critique; pero sé que si realmente quisiera hacerlo, no
existe algo que me lo pueda impedir.
Ya
pasó el día del niño. Muchos ya quitamos nuestras fotos infantiles de nuestro
perfil y algunos se acordarán de ellas hasta el próximo año; pero lo que yo
nunca olvidaré es que ese niño
extravagante todavía vive dentro de mí.
Te prometo que haré que estés orgulloso de ver en quién te estás convirtiendo.
Te prometo que haré que estés orgulloso de ver en quién te estás convirtiendo.
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