Vivimos con miedo. Miedo a la
oscuridad, miedo a crecer, miedo a morir, miedo a las arañas, miedo a ser
asaltados, miedo a quedarnos solos, miedo a un chingo de cosas. Pero a lo que más le tenemos miedo, es a
vivir.
¿Y
por qué lo digo? Porque aunque no nos demos cuenta, el miedo muchas veces es el
que rige nuestras decisiones, el que le da rumbo a las acciones y el que nos
detiene a intentar algo nuevo.
Es algo que sin querer, nuestros padres nos
inculcaron: desde pequeños nos enseñan a que si nos atrevemos, nos puede ir
muy mal, ¿cuántas veces escuchamos el famoso “te vas a caer” seguido del “te
lo dije” que acompañaba nuestras lágrimas después del madrazo que nos
dábamos? O el “no me puedo dormir hasta que regreses a la casa, ¿qué tal si te pasa
algo?” ¡no inventen! ¿Por qué pensar
que algo puede salir mal? Y lo entiendo, no lo sabré hasta que tenga hijos (si los tengo), pero ni madres, me niego a enseñarles a vivir a través del
miedo.
Obvio
hay que cuidarse, tampoco se trata de ir
por la vida siendo temerario o caminando sin mirar el entorno porque ahí sí,
nos podemos dar miles de madrazos; pero eso es muy diferente a ir viendo a
todos lados para ver cuándo nos llega el accidente que estamos esperando.
Y
aunque la gran mayoría de nosotros hemos desarrollado conciencia de esto, la
realidad es que hay muchas situaciones donde el miedo sigue presente en
nuestras vidas.
Le tenemos miedo a ser felices. Vivimos
con el miedo de abrir nuestro corazón y que nos lastimen, de que se vaya quien
amamos, de que no nos alcance el dinero, de ahorrar para un futuro
impredecible; pero se nos olvida que de
nada sirve pensar en el futuro si no construimos y disfrutamos nuestro presente.
Hace poco comprendí que cuando no estás
aferrado a algo, tienes las manos abiertas para recibir todo. Yo lo único
que les diría es que combatamos el miedo con fe y valor pero sobre todo, con amor:
amor a lo que es, a lo que somos y a lo que seremos.